Una Odisea en el Conurbano... pero de 2018
Pasaron no sé, veinte
años. Poco más, poco menos.
En realidad seguro en
el medio nos hemos cruzado, pero por un momento, apenas un saludo.
Lo cierto es que una
escena así, eso sí no se repetía desde al menos dos décadas.
Ella abrió la puerta
como distraída, con cierto aire de rutina de recibir a su hijo que le avisó por
teléfono que pasaría a visitarla un rato.
Cuando levantó la
vista de la cerradura me miró a los ojos. Me di cuenta al instante de que me
había reconocido, como yo a ella. La vi lagrimear pero antes de que yo pudiera
decir algo ella me abrazó y me dijo: “Marianiiitooo”. Detrás Fabio reía. Por lo
del diminutivo de mi nombre seguro, aunque tal vez de emoción también.
Lo último que había
sabido de ella, obrera textil de toda la vida, es que se había puesto al hombro
el armado de una cooperativa en Avellaneda, durante el primer tramo del
gobierno de Néstor. Ella, como su madre –y su hijo—siempre fue peronista, y
cómo tal, también lo fue de Cristina, y de Néstor.
Por una de esas
estupideces de la vida con Fabio, durante toda la larga década kirchnerista, no
nos vimos. Ni siquiera nos hablamos. Apenas si nos cruzamos, alguna que otra
vez, y nos saludamos con un abrazo fuerte como si en el medio nunca hubiera
pasado nada. Una de esas veces fue en 2008, cuando la spatronales agropecuarias se pusieron de punta contra el
gobierno y la militancia social kirchnerista se mandó a Plaza de Mayo. Yo
entonces vivía en capital, y cursaba la carrera de Letras (o de filosofía, ya
no recuerdo) en la Universidad de Buenos Aires, cede de la calle Púan. Recuerdo
que salimos con unas compañeras y compañeros de la Facultad y fuimos a un bar.
No había estado en todo el día en casa y entonces no había internet en los
celulares así que recién ahí vi lo que estaba pasando. No dudé, y de inmediato
me tomé un subte para ir a la Plaza. Allí lo encontré a él, y a otros
históricos compañeros, dispuestos a enfrentar lo que sea para defender a su
gobierno, que no era el mío, pero igual me convocaba a estar ahí junto a ellos.
Otra vez que nos cruzamos fue sobre la avenida Pavón, a metros de la estación
Avellaneda. Era un 26 de junio y se conmemoraba un nuevo aniversario de la
Masacre de Avellaneda, donde asesinaron en 2002 a nuestro compañero Darío
Santillán, junto a Maxi Kosteki. Yo iba al frente de la bandera de la
Coordinadora Aníbal Verón, coordinando la seguridad de la columna, que bajaba
del acto en Puente Pueyrredón. Ibamos por la mano derecha, y por la izquierda –en
sentido contrario—una columna del Movimiento Evita se dirigía al mismo lugar.
La tensión que se respiraba en el ambiente es inenarrable. De repente, los
muchachos de ambos bandos pertrechados con sus palos, las caras de bronca, la rivalidad
a pleno. Las columnas quedan frente a frente por un instante. En medio de la
tensión escucho “hermano”, y un gordo morocho me abraza y me levanta por los
aires: era Fabio.
Creo que en esas dos
oportunidades Olga no estaba, pero no era raro que hubiese estado caminando por
ahí atrás. O al frente sin que yo la vea. Como el 20 de diciembre de 2001,
cuando Fabio y yo –esa vez sin cruzarnos—estábamos tirando piedras contra la
policía, armando barricadas y pateando gases lacrimógenos y Olga estaba en la
Plaza, colgada del caballo de algún policía, puteando a De la Rúa y arengando a
favor de las Madres de Plaza de Mayo.
Pero todo eso ya era
parte de la historia social y política de la Argentina, y en mi abrazo con Olga
en 2018 no pensé en eso ni en nada, sólo me dejé envolver por el tierno abrazo
y emocionarme junto a ella mientras nos reconocíamos en la mirada.
Enseguida Olga preparó
mate, mostró cada rincón de la casa que estaba diferente a como lo había visto
20 años atrás, recordó a su madre –la abuelita—y contó con orgullo cómo ahora –que
tiene menos movilidad—montó la cooperativa textil en su casa.
Puso la tele y vio
imágenes de la izquierda en la televisión, que estaban cortando Puente Pueyrredón,
en acompañamiento a un paro de la CGT. O más bien: haciendo activo un paro que
la burocracia había pautado “dominguero”.
--¿Qué hacemos
nosotros acá en vez de estar ahí Fabio?, preguntó ella, en tono de reproche.
Estoy seguro que de
ser por ella, las banderas de la Confederación de Trabajadores de la Economía
Popular, la CTEP (a la que tanto ella como Fabio pertenecen) estaría ahí.
Al fondo la antigua
casa de Fabio, con una extensión que entonces yo no había visto, cuando tenía… ¿Cuánto?
¿Acaso 18, 17, 16, 15 años? Entonces Fabio vivía allí con su mujer, en una
casilla en donde una madera separaba la cama de dos plazas de la heladera, la
cocina y una mesa con tres o cuatro sillas. En esa casa, en el patio que une la
casilla con la casa de adelante, pasé los momentos más fundamentales de mi
primera juventud; allí aprendí qué era eso del peronismo, cómo habían surgido
de su seno organizaciones armadas; cómo de algunas de ellas se había
contribuido al proceso del sandinismo en Nicaragua. También aprendí cómo
moverme en la calle, como pararme de manos si algún gil me atacaba, como tener
la disciplina necesaria para organizar la coerción que toda hegemonía popular
en algún momento necesita.
Y en todo ese proceso
Olga fue una figura fundamental: contando alguna historia, acercando un mate o,
simplemente, haciendo como que no veía aquello que se supone no tenía que ver.
No sé cuántos años
tiene ahora Olga. Yo ya no soy ese adolescente medio punk en proceso de
politización, pero en un punto siento que sigo siendo el mismo. Y al verla
siento que el tiempo no ha pasado, aunque ella, Fabio y yo tenemos claro que la
historia no se detiene, y tampoco nuestras biografías singulares.
Debe ser la vejez,
pero desde que en 2013 publiqué mi libro Montoneros
silvestres, y nos reencontramos con Fabio y otros de la banda loca de los
años 90 para presentarlo, sé que pase lo que pase en los años próximos en la
Argentina, ya no permitiré que una diferencia de apreciación de la coyuntura,
una mirada distinta en la estrategia que la organización que cada uno integre
tenga, hará que esta hermandad construida nos aleje nuevamente.
Al fin y al cabo, en
la última batalla frente al congreso, en la primera línea de la resistencia
contra la policía, estábamos juntos, cada uno con sus respectivas banderas pero
juntos, y en la primera línea. Al igual que en diciembre de 2017, cuando recibí
un impacto de bala de goma en el ojo, mientras comenzaba la gaseada final de la
policía para despejar la Plaza y no podía ver porque un ojo no se abría y el
otro lagrimeaba producto de los gases. Y entonces Fabio me vio, me metió dentro
de la columna en la que estaba y lo llamó a Willy. “Nico, está herido, sácalo de
acá”. Y el gordo (el otro gordo, que ahora está flaco) me tomó del brazo y
entre gases lacrimógenos, corridas y balas de goma me llevó al hospital.
Tampoco sé si allí estaba
Olga, pero no sería raro. Porque esas jornadas ya son también parte de la
historia social y política de la Argentina. Como Olga, que al fin y al cabo, es
un rostro concreto de todo ese proceso.
Sé que cuando la
esperanza se detenga en terrenos baldíos, como lo hace a menudo; cuando el
cansancio agobie; cuando cunda la falta de expectativas, tendré un insumo
fundamental para seguir adelante: recordar que este país hay mujeres como Olga,
con su trayectoria, su polenta, su sonrisa encantadora. Y esos mates que
siempre vienen acompañados de una charla que te hace decir: con mujeres como
Olga, voy hasta el infinito… y más allá.
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