Devenir pájaro: un último acto vital
Por Mariano Pacheco
Un domingo como hoy,
pero hace 23 años, Gilles Deleuze se arrojaba desde la ventana de su
departamento parisino. Agobiado por el asma y con una incapacidad progresiva
para escribir e incluso hablar, el pensador crítico francés decide quitarse la
vida, dejando su obra como testimonio, pero también, aquel acto-pregunta: ¿qué
es una vida?
En 1959 Deleuze aún
no se ha encontrado con Félix Guattari. Por entonces es un profesor que ya ha
publicado algún que otro libro, que está en pleno proceso de cocción de lo que
será su período de retratista de los filósofos que serán fundamentales para su
pensamiento (entre ellos, Spinoza y Nietzsche) y lee con atención el libro de Sartre.
Aún no se ha producido el desplazamiento de esa generación (la que escribe,
piensa y actúa en el período que va de la resistencia a la ocupación nazi al
fin de la guerra de Argel, y que tiene al autor de La náusea como su figura central) e incluso Deleuze escribe en 1964
(cuando Sartre rechaza el Premio Nobel) un bello texto que quisiera brevemente
rescatar ahora, en el que elogia a la Crítica
de la razón dialéctica y a su autor. Rescatar este breve y bello texto un
poco para evitar esa suerte de guerra de rivalidades al estilo clubs de fútbol
o tribus del rock y otro poco porque me interesa particularmente el planteo que
hace Deleuze respecto de la figura de los maestros.
***
Deleuze habla de la
“tristeza” de las “generaciones sin maestros”. Y aclara: “Nuestros
maestros no son sólo los profesores públicos, si bien tenemos gran necesidad de
profesores. Cuando llegamos a la edad adulta, nuestros maestros son los que nos
golpean con una novedad radical, los que saben inventar una técnica artística o
literaria y encontrar las maneras de pensar que se corresponden con nuestra
modernidad, es decir con nuestras dificultades tanto como con nuestros difusos
entusiasmos”.
Deleuze elogia a los
“pensadores privados”, como Nietzsche, o Spinoza. Y destaca de ellos el hecho
de que se muevan en una especie de soledad que les pertenece siempre,
cualesquiera sean las circunstancias (aunque también, aclara, una cierta
agitación, un cierto desorden del mundo en el que surgen y en el que hablan). Deleuze subraya, por otra parte, la soledad de
los que buscan un maestro, los que querrían un maestro y sólo podrían
encontrarlo en un mundo agitado. Y si bien rescata la producción de sus
contemporáneos (entre los que se destacan Genet, Klossowski, Foucault), insiste
en el hecho de que entonces se hable de Sartre como si perteneciera a una época
caduca. “¡Ay! –escribe Deleuze, en un grito que nos interpela--. Somos
nosotros, más bien, los que hemos caducado en el orden moral y conformista de
la actualidad. Sartre, al menos, nos permite la esperanza vaga de los momentos
futuros, de las reanudaciones donde el pensamiento puede reformarse y rehacer
sus totalidades como potencia a la vez colectiva y privada. Por eso Sartre
sigue siendo nuestro maestro”.
***
¿Qué sentido tiene
hablar de la Francia de los años sesenta y setenta? ¿Es acaso un gesto de
nostalgia, de melancolía? ¿Es una pose más de nuestras “colonizadas” mentes que
siempre miran hacia Europa? Nada de eso.
Hemos comentado ya,
en otras oportunidades, las tesis de Omar Acha acerca de nuestra situación
generacional. A saber: el problema de que la nuestra tenga sus dificultades
para ejecutar el parricidio, porque nuestros “padres intelectuales” (también
nuestros “referentes políticos”) hayan sido aniquilados por el terrorismo de
Estado, y los sobrevivientes, en muchos casos, se vieran envueltos en la
autocensura de la democracia de la derrota y sus consensos ciudadanos.
Entonces, resulta
difícil hablar de nuestros años setenta
como mero pasado (y para quienes subrayan –con razón—la apología que Deleuze,
junto con Guattari, hace del necesario olvido para crear, para la vida, cabe
recordar que son ellos mismos quienes, a la hora de definir a la filosofía como
“creación de conceptos”, son los que se apresuran a destacar: conceptos que
tienen que ver con nuestros
problemas, nuestras historia, nuestros
devenires).
Por otra parte,
resulta un poco anticuado seguir pensando en los marcos de esa dicotomía
incruenta entre lo propio y lo lejano, lo nacional y lo cosmopolitica, sobre
todo en un país como Argentina, caracterizado por la mezcla en todos sus
aspectos de la vida política, social y cultural.
Así que si bien me
gusta pensar la trasmisión intergeneracional más en una clave formalista que
freudiana (recordemos que para los rusos la literatura se trasmite de tíos a
sobrinos y no de “padres” a “hijos”), no deja de preocuparme el corte que se
viene operando entre nosotros y quienes nos antecedieron en esta lucha
(político y cultural).
Y no digo sólo la
dificultad por construir genealogías y poner en diálogo temporalidades diversas
y distantes, sino incluso de conectarnos con quienes hasta no hace poco tiempo
aún estaban entre nosotros: David Viñas, Ricardo Piglia, León Rozitchner, por
nombrar los más emblemáticos, o al menos los que este cronista más frecuenta;
nombres que muchas veces aparecen como sinónimo a piezas de museos para algunas
jóvenes militancias.
De allí que, rescatar
a Deleuze, sea hoy rescatar –a través de él—también a aquellas figuras que han
sido fundamentales en nuestra formación, en nuestro modo de pensar críticamente
el mundo, sean del pasado lejano o reciente, o de la actualidad; sean de
Francia, Argentina o México, lo mismo da.
***
Deleuze no sólo fue
un gran maestro --en el sentido en que él mismo lo define refiriéndose a
Sartre-- sino además un gran profesor.
Las y los lectores de
lengua española, y particularmente quienes leemos desde Argentina, contamos hoy
con un gran privilegio al respecto, puesto que desde hace 15 años la editorial
Cactus viene desarrollando una formidable labor de difusión de ideas, entre
otros, de Gilles Deleuze.
Resulta difícil hoy
adentrarse en su pensamiento (que incluye por supuesto el tramo en que compuso
junto a Guattari esa máquina de guerra textual que cuesta llamarla de
co-autoría) sin tener en cuenta cursos fundamentales como el que destinó a
Baruch Spinoza, o los que dedicó a problematizar, ampliar, aclarar cuestiones
que fueron publicadas, bajo otro registro, en los dos tomos de Capitalismo y esquizofrenia (AntiEdipo y Mil mesetas), y que hoy pueden leerse en castellano en las
ediciones de los libros titulados En
medio de Spinoza y Derrames I y II, así como sus clases sobre cine.
***
Si bien Deleuze
publica su primer texto en 1945 (un artículo sobre Sartre en el N° 28 de la
revista Poésie 45), con 20 años,
recién en 1968/1969 es el momento en que aparecerá como un filósofo con una
serie de idea innovadoras, a la vez que provocadoras, cuando publica Lógica
del sentido y Diferencia y repetición
(momento que coincide con el encuentro con Guattari, post Mayo del 68, y la
puesta a funcionar de esa nueva máquina de lectura y escritura). Antes (en su
“período retratista”) obviamente ya puede verse (leerse) la originalidad de un
pensamiento que se ha puesto en marcha (el caso de libros como Nietzsche y la filosofía, 1962, son
emblemáticos en ese sentido).
Pero no siempre se
repara en el hecho de que, además de esos textos dedicados a filósofos (además
del mencionado sobre Nietzsche, entre 1962 y 1966 publica sobre Kant, Bergson y
el novelista Proust… y su tesis sobre Spinoza en 1968), más allá de sus
“retratos”, Deleuze se pasó toda su vida dando clases. Es decir, que al momento
del encuentro con Guattari, Deleuze ya llevaba una década y media preparando
paciente y rigurosamente sus clases, en las que trabajó a fondo a varios de los
autores mencionados, e incluso a Sigmund Freud.
***
Además de Maurice Gandillac
(su director de tesis) y de Gaston Bachelard y de Georges Canghilhem, a cuyos
cursos Deleuze asistió en La Sorbona, dos figuras fueron fundamentales en la
vida y la formación del joven Gilles, según reconstruye Francois Dosse en la
“biografía cruzada” que escribió sobre Deleuze y Guattari.
Por un lado, Pierre
Halbwachs, su profesor de letras en ese “raro” último año de la escuela, con
quien estudia literatura francesa, es decir, “literatura nacional” (la rareza
de ese año se debe a que la coyuntura de la guerra mundial sorprende a la
familia Deleuze en Deauville, donde suelen veranear. Entonces Gilles, instalado
en un cuarto de pensión, se queda allí cuando la familia retorna a sus
habituales tareas y él cursa todo el año
escolar en una pensión, transformada en escuela por las circunstancias). “Yo
era su discípulo. Había encontrado un maestro”, supo escribir el joven Deleuze
sobre su profesor de letras, con quien además compartía charlas en la playa,
fuera del horario escolar…
La otra figura es
Marie Magdelaine Davy, mujer a quien conoció a través de su amigo Michel
Tournier, que fue quien lo llevó a las clases de Candillac, quien a su vez
invitó a los jóvenes amigos –que cursaban el último año del colegio secundario—
a que participaran de unos encuentros que fueron fundamentales para esos
momentos iniciales de formación.
Marie Magdelaine Davy
transformó el castillo de La Fortrelle, una propiedad suya situada en las
afueras de París, en un lugar donde se escondían judíos perseguidos en la
Francia ocupada por la Alemania nazi, miembros de la Resistencia y otros
desertores, pero en donde además realizaban encuentros culturales con importantes
figuras de la intelectualidad parisina.
Allí, por ejemplo,
Deleuze conoció a Pierre Klossowski, quien ya venía trabajando sobre el
pensamiento de Nietzsche (su libro Nietzsche
y el círculo vicioso será fundamental para las relecturas francesas que se
realizaron en los años sesenta del autor de Así
habló Zaratustra), y quien supo decir del jovencísimo Deleuze: “Va a ser un
nuevo Sartre”.
Vaya si lo fue. Al
punto de que hoy atravesamos la profecía esbozada por Foulcault.
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