“¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido
en escritor? No es una vocación, a quien se le ocurre, no es una decisión tampoco,
se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo
se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se
convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)”, sostiene Ricardo Piglia
en el Tomo I (Los años de formación) de “Los
diarios de Emilio Renzi”, en donde agrega: “¿Por qué nos dedicamos a
escribir después de todo? Se nos da por ahí, ¿a causa de qué? Bien,
porque antes habíamos leído”.
No imagino hoy una vida en donde la lectura y la
escritura estén ausentes. Leo y escribo cada día. Ando siempre con algún libro
encima, incluso si salgo y sé que no voy a tener tiempo de leer (uno nunca sabe
si se podrá sentar en el transporte público o encontrar un hueco de-parado o si
alguna actividad prevista se va suspender o demorar y ahí aparecerá la
oportunidad para leer un rato). Lo mismo sucede con los cuadernos y libretas. Nunca
salgo sin uno encima. Claro que lo podemos perder o nos pueden robar, pero son
más seguros que las notas en celular (perdí el mío hace poco y semanas de
anotaciones en el “chat-Pacheco-de-wsp”).
Incluso en estos tiempos de múltiples pantallas y
proliferación de los formatos virtuales, sigo escribiendo con lapicera en papeles
y leyendo libros físicos. ¿Vintage? ¿Analógico?... como quieran llamarlo. Voy a
cumplir 45 años, no creo que vaya a cambiar ciertas manías a esta altura de mi
vida. Hace 15 años publiqué mi primer libro: lo escribí en su totalidad en
cuadernos y luego lo pasé a Word (¡y eso que es un libro de 475 páginas!).
Hay muchas concepciones sobre la escritura. A mí, ya de
pibe, me marcaron dos. La de Sartre en “¿Qué es la literatura?” y su “versión argenta”,
digamos (y sin bajarle el precio): la solapa de “Las malas costumbres”, el
libro de cuentos de David Viñas. Siempre los tengo presentes, y los releo. Hay
varias ideas fundamentales allí que conviene no olvidar.
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