miércoles, 24 de diciembre de 2014

Los libreros: Un homenaje a los amigos conversadores

Breve relato para despedir el año

Por Mariano Pacheco


Corren tiempos en los que las grandes cadenas de comercialización de libros llevan al objeto a un punto de fetichización tal que una novela, ensayo, compilación de cuentos o poesías –cuando no una obra de teatro- son puestos –“expuestos”- ante el consumidor como cualquier otro producto podría ser colocado en una góndola de supermercado. En fin, no es que crea, como un alma bella, que el libro no sea una mercancía, que las editoriales no sean empresas con sus trabajos tercerizados, que quienes los vendan no pertenezcan al rubro “comerciantes” y quienes los producen obreros de la “tecla y la internet” (otrora tinta y papel). Así y todo, si tuviese rápidamente que detenerme a pensar en una analogía, diría que una librería –una Librería, y no simplemente un sitio donde se comercializan libros- y sus libreros, son más parecidos a una ferretería de barrio que a “farmacity”, o como sea que se llamen esos sitios (donde se super-explota a sus trabajadores) más parecidos a cualquier otra cosa menos a una farmacia.
Si uno no sabe nada de nada –y sé que se siente entrar a un negocio a pedir algo que uno no sabe ni como se llama- no tiene más remedio que entrar en conversación con el ferretero, explicarle el problema, la solución que uno imagina que podría ir. El ferretero pasa entonces de vendedor a interpretador. Cuando alguien sabe del tema –lo he visto, me he quedado pasmado frente a ese tipo de diálogos- las figuras de vendedor y comprador se desdibujan por un rato, y la conversación logra por un instante suplantar al simple acto comercial. Algo así pasa cuando uno, en vez de entrar a un negocio donde venden libros, ingresa en una librería.
Con cualquier mudanza –sobre todo si uno se va lejos- ese acto íntimo y amistoso en el que puede convertirse ir a comprar uno o varios libros se ve afectado. De allí la importancia de encontrar rápidamente una librería amiga o algún amigo o conocido que tenga la amabilidad de facilitarnos la tarea.
Mis primeros libros los compré en Quilmes, en la adolescencia. La librería El Monje ya era un emblema local por ese entonces y tuve la suerte de trabar amistad con Guada, la hija de Néstor Arias y Berenice Blanco, entonces dueños y trabajadores del lugar. Allí recibí las primeras recomendaciones, seguramente me evité de leer algunos “bodrios”, me deslumbré con algunos títulos que marcaron mi vida (la obra de teatro de Jean Paul Sartre “A puerta cerrada”, por ejemplo). Un daño colateral de El Monje fue los préstamos de libros, que Andrea Gallegos –ex trabajadora del lugar- me facilitaba con frecuencia, siempre con el indistinguible sello de El Monje.
Al mudarme a Córdoba, a instancias del amigo Fernando Aiziczon, uno de los primeros lugares que conocí fue El Espejo. Desde entonces, cada mes, compro allí casi todos mis libros. Como aquel ferretero de barrio, la librería está atendida por lectores, verdaderos conocedores de los productos que exhiben, que contra la tendencia comercial hegemónica, no son precisamente los libros de autoayuda o de novela histórico-erótica escritas por mujeres de avanzada edad. Entrar a El Espejo es quebrar por un instante la temporalidad acelerada de la ciudad –¡y sí, a varios kilómetros de sus sierras, Córdoba capital no es una isla, sino otra de las grandes ciudades Latinoamericanas!-, sus ritmos vertiginosos, sus urgencias. Entrar a El Espejo no es simplemente realizar una transacción comercial, sino toparse con el íbero, Alexis o Guille, quienes mientras realizan sus tareas conversan sobre temas del día, porque siempre están informados de lo que pasa en la realidad que habitan, o sobre la reedición de algún clásico, un nuevo título de algún contemporáneo o el nuevo número de alguna revista. Como buenos vendedores que son, uno termina llevándoles el libro que iba a buscar, más algún otro recomendado por quien lo atendió (“A vos que te interesa tal tema, viste que salió tal título, se reeditó tal otro…”, y así). Y vale, porque no solo de pan vive el hombre –y la mujer-, pero sin pan es difícil que lo haga.
Algo similar a lo que sucede cuando uno ingresa a El Espejo pasa con Espartaco y Ana, Juan del Café y Librería de El ALBA –que supo combinar estantes de libros con mesas y sus vasos o tazas- o Joaquín y Carla, que en la librería Punto de Encuentro buscan permanentemente hacer del lugar un verdadero lugar de encuentro. También en otros rincones de la geografía provincial, como en Alta Gracia, donde Adolfo de Hora Libre busca combinar el amor por los libros con la música y la promoción artística de quienes habitamos la ciudad del Tajamar.

Vi en internet que el “Día del librero” es el 26 de abril, pero no importa, sabemos que las efemérides pueden ser también letra muerta, y acá estamos hablando de letra viva. Además, como toda efeméride, ese día corre el riesgo de ser un festejo al frívolo mercado de los libros. Para este fin de año preferí escribir este breve texto, fuera de fecha –como “fuera de foco” se encontraba el personaje en esa película de Woody Allen- para saludar y rendir un homenaje a los amigos libreros. A los nuevos, y por qué, a todos aquellos que uno se fue cruzando en el camino.

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