La
vi pasar tan altanera. La oí cantar a su manera. Tenía esa luz en
la mirada que podía alumbrar todo lo oscuro de ese tormentoso día.
No sé si fue por eso, o por aburrimiento o por qué, pero también
me sumé con ella y sus amigas y mi amigo Fede a caminar por ahí.
Caminamos kilómetros bajo la lluvia. Ella transitaba las calles de
Quilmes como si fueran una pasarela eterna. Yo miraba a la distancia,
algunos pasos más atrás. No recuerdo si fue aquella tarde que
conversamos por primera vez. Sí que fue aquel el día en que las
miradas que cruzamos entre ambos dieron a entender que, de allí en
más, ya nada sería igual para los dos.
Ella
era, sencillamente, hermosa. Un poco más baja que sus compañeras de
curso, más sobresaliente en su belleza y su desenvolvimiento. Era,
por apenas tres meses, más grande que yo, pero aparentaba mucho
menos. Ambos estábamos en segundo año del secundario, pero en
diferentes cursos. Yo la había visto muchas veces pasar por la
puerta de la división en la que cursaba, para entrar o salir del
recreo, pero nunca habíamos hablado, ni nos habíamos saludado. Por
eso aquella vez que la vi con sus amigas, un mediodía en los videos
de Alsina, no lo pude creer.
Al
principio fueron los típicos hola y chau: ella estaba de novia, yo
inicié el mismo camino al poco tiempo con una de sus compañeras.
Pero duró poco. Lo de ella y lo mio. Supongo a los 14 años las
cosas siempre duran poco. O al menos a los 14 años de las pibas y
pibes que, como nosotros, crecíamos en la soledad más absoluta,
haciendo manada entre los parias.
Fuimos,
creo, la primera generación que crecimos casi todos con nuestros
padres separados, con vacaciones en el mismo lugar y las caras largas
por los problemas permanentes de la cotidianeidad. Y resignación.
Los setenta tardíos deben haber sido peor, quien sabe. Pero al menos
ahí había un aire –supongo-- de derrota, pero que había llegado
tras un respiro importante en donde se pensó que el mundo podía ser
de otra manera. En nuestro caso no: los adultos que nos rodeaban
estaban, sencillamente, tristes. Rendidos. Sobrepasados de problemas.
Así que nosotros crecimos solos. Solos y en manada, aunque parezca
una paradoja. Nos descubríamos en la mirada, en los sitios que por
alguna razón nos terminaban nucleando. Como los videos de Alsina y
San Martín.
Allí
había varias bandas.
Las
de la tarde y noche, más grandes, más ligados al punk, a las drogas
y al alcohol. Allí yo era el más chico y como tal, el menos
experimentado. A contrapelo de los permanentes “se dice” que
circulaban sobre quienes allí pasábamos gran parte de nuestros
días, los más grandes nunca me convidaban merca, ni me daban de
fumar. Apenas si me toleraban mis arrebatos por el alcohol.
Al
mediodía era más diverso: se mezclaban los clientes habituales de
los fichines, quienes pasaban por allí un rato antes o después del
colegio y quienes llegábamos al mediodía para quedarnos hasta el
atardecer. Ella era de las que pasaban al mediodía y se quedaban a
veces un rato, otras una tarde entera.
Poco
a poco algunas bandas se empezaron a mezclar.
Al
mediodía yo iba sólo, o con varios de los pibes del Normal: el
Chula, que cuando yo estaba en primer año él estaba en quinto, y
algunos otros más (Chula fue quien me hizo parte de lo que fue mi
primera banda, Oscuro Cuento Habitual, en la que canté al ritmo del
hard core que cada día ganaba más adeptos. Pero eso es parte de
otra historia, que aquí no vamos a contar).
Poco
a poco se empezó a sumar Juancito, El Rubio (todas las chicas morían
por él); el Mono que siempre pasaba a toda hora y Fede, o “semáforo
1”, según el Mono lo bautizó cuando Fede apareció un día con el
pelo verde. A mí, con el pelo rojo, me tocó ser el semáforo número
2.
La
cosa es que durante meses, ella y yo, nos veíamos a diario, pero
casi que no hablábamos.
Pero
esa tarde, que compartimos las miradas casi sin hablar, algo se
encendió entre nosotros. No sé si fue el hecho de caminar largo
trecho bajo la lluvia, si algo de eso que no se puede explicar o qué,
pero el hecho es que al poco tiempo quedamos para vernos.
Esa
primera tarde sufrí como un condenado. Yo tenía el brazo derecho
con yeso, porque me había quebrado la mano después de agarrarme a
las piñas en un recital de Sin Ley en Bernal, así que mi movilidad
estaba reducida. Encima compré un ramo de flores para regalarle,
pero al llegar me arrepentí de tenerlo en la única mano con
movilidad y me lo metí entre el cuerpo, debajo de la campera de
jean, sin reparar en que el celofán haría un ruido ante cada
movimiento mío.
Yo
veía que ella me miraba, y el ruidito se escuchaba y yo miraba para
otro lado como haciéndome el distraído. No recuerdo si ella
preguntó qué pasaba, qué tenía ahí o si yo me pudrí de escuchar
el ruidito. El hecho es que cuando abrí la campera y apareció el
ramo de flores aplastadas ella me besó. Fue uno de mis primeros
besos; el primero, sin lugar a dudas, que me dejó temblando. De los
nervios, de la emoción, quien sabe.
Juntos
hicimos el amor varias veces. Torpes, inexpertos, nerviosos, dudosos,
pero llenos de pasión.
Fueron
momentos de enorme intensidad. Casi sin disfrute, porque como en todo
recorrido de aprendizaje, las dudas y las dificultades generaban más
nervios que placer. Pero momentos de enorme ternura. Encerrados en
alguna habitación, ella y yo, nos cobijábamos para conjurar todo el
dolor que se vivía afuera, en medio de una sociedad que festejaba el
uno a uno mientras los nuestros, los de nuestra generación, se iban
perdiendo uno a uno por la indiferencia y la desolación.
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