“Hoy comienza una nueva
etapa”.
No sé si fue esa primera
frase, que leí casi por azar al agarrar el libro, o tal vez la luz
que irradiaba de la estrella que el hombre lleva en su boina y que
ilumina de naranja toda la portada. O quizá la asociación entre ese
rostro y el que había visto en casa, del lado de adentro del ropero
en donde mi padre guardaba su ropa. Quien sabe. El hecho es que esa
primera línea del Diario del Che en Bolivia (fechada el 7 de
noviembre de 1966) despertó mi curiosidad, al punto de que ese fue
el primer libro que leía a conciencia, es decir, que me compré para
leer. Comprar es un modo de decir, ya que en realidad lo tomé
prestado, o fue expropiado –como le gusta decir a los anarquistas--
una tarde cualquiera del año 1995. En fin: ese fue el primero que me
decidí a leer sin necesidad de rendir una prueba del colegio.
Paradójico: ese año que
empecé a leer me llevé casi todas las materias. Algunas incluso a
marzo, directo, sin previo paso por el turno de exámenes de
diciembre. Me llevé, obviamente, francés y matemáticas, pero
también geografía y biología, física y química. Hasta gimnasia
me llevé, condenado a tener que correr tres vueltas en el
Polideportivo de Ezpeleta, y hacer flexiones de brazo, abdominales y
otros ejercicios en ese día en el que, excepcionalmente, dejé el
cinturón con tachas, la campera de cuero, los chupines y me puse los
joguines. Si hasta corrí más que la vez en que los rugbiers nos
rodearon y tras plantarnos unos momentos fuimos doblegados en número
y fuerza. En fin, hasta literatura me llevé ese año, que junto con
historia era de las pocas materias que más o menos podía
sobrellevar. En fin, la cosa es que justo ese año en que empecé a
leer, repetí segundo año del colegio secundario. Sus consecuencias
fueron mi pasaje del turno mañana al turno tarde, y sería el punto
de inicio de un camino sin retorno que osciló durante años entre la
repetición y el abandono de los estudios formales.
Pero como decía, la lectura
de aquel libro fue el inicio, asimismo, de una pasión: caminar por
la avenida Corrientes, desde Callao hasta el Obelisco, revolviendo
estantes, entrando y saliendo de esas cuevas llenas de libros, de
ofertas, de saldos y ejemplares usados, o puestos a la venta como
tales sólo por el paso de los años.
¿Literatura infantil? No
existió ese término en mis años de infante. Sí recuerdo ojear con
atención libros de una colección sobre el desarrollo de los
animales, del universo, del hombre. Una colección de libros de tapa
dura, una suerte de enciclopedia en varios tomos que había en casa,
en un rincón en donde los libros no abundaban pero no dejaban de
estar presentes, junto con algunos discos y casetes.
Soy de la generación y el
sector social que creció mirando la televisión por aire, que tardó
años en saber qué era eso de la televisión “por cable”, que
pocas veces asistió al cine y que accedió a la videocasetera en el
preciso momento en que lo que menos que uno quería era quedarse en
casa viendo una película.
Lo cierto es que aquél libro,
catalogado en La Habana en 1988, cambió mi vida en Buenos Aires
apenas siete años después de salir de la imprenta. Su lectura me
llevó a la lectura podría decir, y desde entonces Guevara pasó a
ser un faro ético en mi vida.
¿Qué hacía un chico punk de
15 años, a quien nunca se le dio por leer, con un libro así entre
las manos? Nunca se sabe lo que un libro puede. En este caso, fue el
puntapié de una nueva etapa: el ingreso a la militancia, y el pasaje
de la rebeldía a la asunción de un modo de vida puesta en función
de un cambio de situación del mundo.
Nunca se sabe lo que un libro
puede. Y no puede saberse tampoco, de ante mano, a donde puede
llevarte tu propio cuerpo al vagar por ahí.
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