lunes, 10 de septiembre de 2018

2001: Odisea en el Conurbano (El primer libro)



Hoy comienza una nueva etapa”.
No sé si fue esa primera frase, que leí casi por azar al agarrar el libro, o tal vez la luz que irradiaba de la estrella que el hombre lleva en su boina y que ilumina de naranja toda la portada. O quizá la asociación entre ese rostro y el que había visto en casa, del lado de adentro del ropero en donde mi padre guardaba su ropa. Quien sabe. El hecho es que esa primera línea del Diario del Che en Bolivia (fechada el 7 de noviembre de 1966) despertó mi curiosidad, al punto de que ese fue el primer libro que leía a conciencia, es decir, que me compré para leer. Comprar es un modo de decir, ya que en realidad lo tomé prestado, o fue expropiado –como le gusta decir a los anarquistas-- una tarde cualquiera del año 1995. En fin: ese fue el primero que me decidí a leer sin necesidad de rendir una prueba del colegio.
Paradójico: ese año que empecé a leer me llevé casi todas las materias. Algunas incluso a marzo, directo, sin previo paso por el turno de exámenes de diciembre. Me llevé, obviamente, francés y matemáticas, pero también geografía y biología, física y química. Hasta gimnasia me llevé, condenado a tener que correr tres vueltas en el Polideportivo de Ezpeleta, y hacer flexiones de brazo, abdominales y otros ejercicios en ese día en el que, excepcionalmente, dejé el cinturón con tachas, la campera de cuero, los chupines y me puse los joguines. Si hasta corrí más que la vez en que los rugbiers nos rodearon y tras plantarnos unos momentos fuimos doblegados en número y fuerza. En fin, hasta literatura me llevé ese año, que junto con historia era de las pocas materias que más o menos podía sobrellevar. En fin, la cosa es que justo ese año en que empecé a leer, repetí segundo año del colegio secundario. Sus consecuencias fueron mi pasaje del turno mañana al turno tarde, y sería el punto de inicio de un camino sin retorno que osciló durante años entre la repetición y el abandono de los estudios formales.
Pero como decía, la lectura de aquel libro fue el inicio, asimismo, de una pasión: caminar por la avenida Corrientes, desde Callao hasta el Obelisco, revolviendo estantes, entrando y saliendo de esas cuevas llenas de libros, de ofertas, de saldos y ejemplares usados, o puestos a la venta como tales sólo por el paso de los años.
¿Literatura infantil? No existió ese término en mis años de infante. Sí recuerdo ojear con atención libros de una colección sobre el desarrollo de los animales, del universo, del hombre. Una colección de libros de tapa dura, una suerte de enciclopedia en varios tomos que había en casa, en un rincón en donde los libros no abundaban pero no dejaban de estar presentes, junto con algunos discos y casetes.
Soy de la generación y el sector social que creció mirando la televisión por aire, que tardó años en saber qué era eso de la televisión “por cable”, que pocas veces asistió al cine y que accedió a la videocasetera en el preciso momento en que lo que menos que uno quería era quedarse en casa viendo una película.
Lo cierto es que aquél libro, catalogado en La Habana en 1988, cambió mi vida en Buenos Aires apenas siete años después de salir de la imprenta. Su lectura me llevó a la lectura podría decir, y desde entonces Guevara pasó a ser un faro ético en mi vida.
¿Qué hacía un chico punk de 15 años, a quien nunca se le dio por leer, con un libro así entre las manos? Nunca se sabe lo que un libro puede. En este caso, fue el puntapié de una nueva etapa: el ingreso a la militancia, y el pasaje de la rebeldía a la asunción de un modo de vida puesta en función de un cambio de situación del mundo.
Nunca se sabe lo que un libro puede. Y no puede saberse tampoco, de ante mano, a donde puede llevarte tu propio cuerpo al vagar por ahí.

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