(o acerca de
los modos de habitar y conmocionar el orden)
Por Mariano
Pacheco
La crisis puede activar las peores pulsiones de orden
en nuestra sociedad. Su resolución por arriba puede enlazar con esas pulsiones
y disciplinar a través del miedo, como lo atestiguan los años 1975 y 1989. Pero
también puede pensarse la productividad de la crisis: correrse del sentido
común progresista en donde la crisis es un mal a conjurar. Por supuesto, en sus
aspectos económicos la crisis trae consigo carencias materiales en las
condiciones de vida de las clases populares. Pero en términos políticos la
crisis puede ser un momento propicio para rever que hacemos, quienes somos,
hacia dónde vamos (tanto singular como colectivamente). Sheldon Wolin supo
destacar que los grandes enunciados de la filosofía política surgen de los
momentos de crisis (más bien contra ellas). Habría que pensar entonces si es
posible tramitar la crisis desde una perspectiva que implique habitarla en su
productividad, como momento central del proceso de producción social, político
y cultural de una sociedad dada, para abrir nuestras existencias a la apertura
de la historia, para sacudir la modorra en la que la lógica cultural del
capital tiende a encerrarnos. “Como la crisis es el corazón íntimo y el reto
mayor del pensamiento político, no deberíamos apresurarnos a huir de ella, a
querer dar cuenta de ella (desde un lugar externo), sino que el desafío es
poder permanecer actuando y pensando en el interior mismo de la crisis”,
escribió alguna vez un lúcido Eduardo Rinesi.
La revuelta puede traer aparejados grandes
riesgos, es cierto. ¿Pero qué pueblo ha hecho experiencias novedosas y transformadoras
sin correr riesgos? El fundamento de que hay que sostener la gobernabilidad
porque en la rebelión quien pone los muertos es el pueblo es, por lo menos, una
reflexión canalla (la reflexión, no quien la realiza. Aquí no se trata de
cuestiones de individuos sino de procesos de producción social de ideas), que
desconoce el hecho de que es la clase que vive del trabajo quien pone los
muertos cada día en tiempos de “normalidad”, sobre todo en épocas de normalidad
neoliberal. Y desconoce cierto fascismo que muchas veces circula detrás de esa
aparente normalidad. Como escribieron Gilles Deleuze y Félix Guattari en su
primer tomo de Capitalismo y esquizofrenia –citando a Reich—lo sorprendente no
es que la gente robe o haga huelgas, lo sorprendente es que los hambientos no
roben siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. No deja de
repercutirnos esa pregunta spinozista que aparece en AntiEdipo: “¿Por qué
soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la
esclavitud, hasta el punto de QUERERLAS no sólo para los demás, sino también
para sí mismos?”. Curiosa pregunta, que suele ser estallada en tiempos de
insurrección.
En este sentido, resulta fundamental volver a
2001. O más bien: traer a 2001 ante nosotros, como imagen de pensamiento
desobediente, como momento fundamental de rebelión de nuestra historia
reciente. Por supuesto, y hay amistades que no dejan de señalarlo: quedar
fijados a esa imagen puede hacernos “devenir dosmiluneros nostálgicos”, el lugar
mismo de la impotencia para un pensamiento crítico en la actualidad. Pero
desconectar las actuales rebeldías de las que nos precedieron puede ser tan o
más nocivo que la nostalgia.
Las
jornadas insurreccionales del 19/20 de diciembre, entonces, deben ser
reconectadas con las del 14 y 18 de diciembre pasado. No porque hayan sido la posibilidad
de repetir el 2001 en 2018, porque desde Marx ya sabemos que la historia no se
repite, y si lo hace, en todo caso es bajo el modo de la farsa. Pero si
enlazadas en términos en donde los sectores populares recuperamos cierta osadía
y autoestima, donde actuamos sin tantos pre-juicios y cálculos oportunistas.
Las ornadas de diciembre de 2001 --tal como señaló en su momento Raúl Cerdeiras--
nos permitieron hacernos nuevamente la pregunta acerca de qué entendíamos por
política, cosa que en 2018 no sucedió, porque la política parece secuestrada
por las lógicas formales de la democracia representativa, que no es más que una
tiranía de las clases dominantes. Claro que los matices de la gestión estatal
pueden ser demasiado amplios. Nadie está negando la abismal diferencia que
pueda existir, por ejemplo, entre una dictadura sangrienta que reprime y clausura
cualquier tipo de derecho, y un gobierno progresista que promueve reformas que
amplían los derechos sociales y laborales, los derechos humanos en general.
Pero no deja de ser gestión de lo existente, regido por la lógica dominante de
la representación. Cuando esa lógica se quiebra, entonces, es que estamos a las
puertas o transitando ya otro proceso hacia la subversión del orden existente.
Por supuesto: pensar desde la crisis implica
concebir que el motor de los cambios está en el conflicto y que, precisamente
porque es el conflicto el motor del cambio, no podemos saber, de antemano,
cuales pueden llegar a ser los resultados. Por eso una política revolucionaria
se asienta sobre las bases conceptuales de la contingencia, del carácter
abierto de los procesos históricos.
No se entiende, por lo tanto, esa pulsión de
orden que ya de antemano aparece en ciertas militancias. No son estas breves
líneas una apología del caos, sino un llamado de atención respecto de la
necesidad de problematizar los lugares comunes desde donde pensamos hoy las
políticas de cambio. Cambio, revolución, alegría han sido palabras desgastadas
en estos años. Nada indica que por ello tengamos que renunciar a ellas, entre
otras cosas, porque la política misma –al menos como aquí la estamos
entendiendo—es lucha por la palabra misma, por aquello que con ellas
pretendemos designar. Entonces, menos miedo a las crisis, porque ellas son
también oportunidad de entender la política como conmoción del orden, y no su
pura gestión.
Ciudad de
Córdoba, sábado 1° de septiembre de 2018.
Excelente y oportuna nota de quien comete la osadía de pensar el momento desde el largo aliento.-
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