¿Por
quién doblan las campanas? Doblan por nosotros. Me resulta imposible
pensar en Guevara, desde esta lúgubre primavera de Buenos Aires, sin
pensar en Hemingway, en Camilo, en Masetti, en Fabricio Ojeda, en toda
esa maravillosa gente que era La Habana o pasaba por La Habana en el 59 y
el 60. La nostalgia se codifica en un rosario de muertos y da un poco
de vergüenza estar aquí sentado frente a una máquina de escribir, aun
sabiendo que eso también es una especie de fatalidad aun si uno pudiera
consolarse con la idea de que es una fatalidad que sirve para algo.
Lo
veo a Camilo, una mañana de domingo, volando bajo en un helicóptero
sobre la playa de Coney Island, asomándose muerto de risa y la
muchedumbre que gozaba con él desde abajo. Lo oigo al viejo Hemingway,
en el aeropuerto de Rancho Boyeros, decir esas palabras penúltimas: "Vamos a ganar, nosotros los cubanos vamos a ganar". Y ante mi sorpresa: "I´m not a yankee, you know".
Interminablemente
veo a Masetti en las madrugadas de Prensa Latina, cuando ya se tomaba
mate y se escuchaba unos tangos, pero el asunto que volvía era el de esa
revolución tan necesaria, aunque hoy se presenta tan dura, tan vestida
con la sangre de la gente que uno admirado simplemente quiso.
Nunca
sabíamos en Prensa Latina, cuándo iba a venir el Che, simplemente caía
sin anunciarse, y la única señal de su presencia en el edificio eran dos
guajiritos con el glorioso uniforme de la sierra, uno se estacionaba
junto al ascensor, otro ante la oficina de Masetti, metralleta al brazo.
No sé exactamente por qué daban la impresión de que se harían matar por
Guevara, y cuando eso ocurriera no sería fácil.
Muchos
tuvieron más suerte que yo, conversaron largamente con Guevara. Aunque
no era imposible ni siquiera difícil yo me limite a escucharlo, dos o
tres veces, cuando hablaba con Masetti. Había preguntas por hacer pero
no daban ganas de interrumpir o quizá las preguntas quedaban contestadas
antes de que uno las hiciera. Sentía lo que él cuenta que sintió al ver
por única vez a Frank País: sólo podría precisar en este momento que
sus ojos mostraban enseguida el hombre poseído por una causa y que ese
hombre era un ser superior. Yo leía sus artículos en Verde Olivo,
lo escuchaba por TV: Parecía suficiente, porque Che Cuevara era un
hombre sin desdoblamiento. Sus escritos hablaban con su voz, y su voz
era la misma en el papel o entre dos mates en aquella oficina del Retiro
Médico.
Creo
que los habaneros tardaron un poco en acostumbrarse a él, su humor frío
y seco, tan porteño, debía caerles como un chubasco. Cuando lo
entendieron, era uno de los hombres más queridos de Cuba.
De
aquel humor se hacia la primera víctima. Que yo recuerde, ningún jefe
de ejército, ningún general, ningún héroe se ha descrito a sí mismo
huyendo en dos oportunidades. Del combate de Bueycito, donde se le trabo
la ametralladora frente a un soldado enemigo que lo tiroteaba desde
cerca, dice: "mi participación en aquel combate fue escasa y nada
heroica, pues los pocos tiros los enfrenté con la parte posterior del
cuerpo". Y refiriéndose a la sorpresa de Altos de Espinosa: "no hice nada más que una retirada estratégica a toda velocidad en aquel encuentro".
Exageraba él estas cosas, cuando todos sabían que acaba de recordar
Fidel, que lo difícil era sacarlo del lugar donde hubiera más peligro.
Dominaba su vanidad como el asma.
En esa renuncia a las últimas pasiones, estaba el germen del hombre nuevo que hablaba.
Guevara
no se proponía como un héroe: en todo caso, podía ser un héroe a la
altura de todos. Pero esto, claro, no era cierto para los demás. Su
altura era anonadante: resulta más fácil a veces desistir que seguirlo, y
lo mismo ocurría con Fidel y la gente de la Sierra. Esta exigencia
podía ponernos en crisis, y esa crisis tiene ahora su forma definitiva,
tras los episodios de Bolivia.
Dicho
más simplemente: nos cuesta a muchos eludir la vergüenza, no de estar
vivos porque no es el deseo de la muerte, es su contrario, la fuerza de
la revolución, sino de que Guevara haya muerto con tan pocos alrededor.
Por supuesto, no sabíamos, oficialmente no sabíamos nada, pero algunos
sospechábamos, temíamos. Fuimos lentos, ¿culpables? Inútil ya discutir
la cosa, pero ese sentimiento que digo está, al menos para mí y tal vez
sea un nuevo punto de partida.
El
agente de la CIA que según la agencia Reuter codeó y panceó a cien
periodistas que en Valle Grande pretendían ver el cadáver, dijo una
frase en inglés: "awright, get the hell out of here".
Esta
frase con su sello, su impronta, su marca criminal, queda propuesta
para la historia. Y su necesaria réplica: alguien tarde o temprano se
irá al carajo de este continente. No serán los que nacieron en él. No
será la memoria del Che.
Que ahora está desparramado en cien ciudades, entregado al camino de quienes no lo conocieron.
Buenos Aires, octubre de 1967
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