Por Mariano Pacheco
Un día de octubre en Santiago, el libro de Carmen Castillo sobre Miguel Enríquez está zurcido con palabras
amorosas en las que se entremezclan la ternura, la sutileza y una suerte de “estética
de los detalles”. Cuando la muerte de un revolucionario inspira la persistencia
de la resistencia antidictatorial y los sueños socialistas de una patria grande
libre y emancipada.
Este libro escrito en francés (“la lengua del exilio” –como
dice la autora en el prólogo a la edición mexicana de 1982–, pues se necesita
de una lengua extranjera “para soportar la memoria de los ausentes”), publicado
y reeditado en castellano en varias oportunidades y países, no sólo reconstruye
la caída en combate del máximo dirigente del Movimiento de Izquierda
Revolucionaria (MIR) aquella tarde del 5 de octubre de 1974, y la caída (detención
por parte de la DINA) de la propia autora (militante de la misma organización,
compañera de vida del emblemático dirigente), sino que constituye un documento imprescindible
para revivir (a quienes les da la edad) o acercarnos a la historia (a quienes
somos más jóvenes) lo que fueron aquellas apuestas de revolución que atravesaron
el continente en los años setenta. En este caso, además, con el plus de haber
sido el único proceso del continente que intentó albergar la posibilidad del
socialismo por vía democrática, y que fuera tan brutalmente reprimido tras el
golpe de Estado que lleva a Pinochet a la larga presidencia de facto que
servirá como laboratorio del neoliberalismo a escala mundial.
El trabajo de reconstrucción que hace Castillo con su
escritura es obsesivo: qué pasó ese día, como lo recuerda la propia autora, qué
tienen para decir sus compañeras y compañeros más allegados sobre cómo vivieron,
dónde estaban y que hacían ese 5 de octubre, atraviesan toda la narración, que
oscila entre la biografía, la autobiografía, la crónica histórica, el balance
histórico-militante. Escribir para buscar la verdad, para sostener una memoria,
para dar cuenta también de aquellas otras vidas que no siempre han salido a
relucir en el panteón de nombres recordados.
Una vida que se acaba (que es arrebatada por la represión),
otras vidas que siguen, que se recomponen y relanzan hacia nuevas aventuras. La
fuerza irradiadora de Miguel es traída a cuento una y otra vez: Enríquez y el impulso
que la invocación de su nombre inspira a quienes ya han caído bajo las garras
homicidas de los represores. Enríquez y la confianza que inspiraba entre sus
compañeras y compañeros para seguir peleando contra la dictadura que derribó al
presidente Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973 (golpe que se cobró su
vida, recordemos, el pacifista y coherente socialista casco en la cabeza y
metralla en mano –regalada por Fidel Castro– defendiendo el proceso hasta
último momento en la Casa de la Moneda).
La caída de Miguel en 1974, y la autora, única compañía a
su lado aquél día, que rememora los minutos previos a la muerte de su compañero,
y sus palabras pronunciadas mientras ella yacía herida: “Catita, despiértate
Catita”. Sus manos que sienten las de él, que dejan por un instante la ametralladora
AK con la que se defiende del ataque de los esbirros (esa que emitía ese ruido
silbante que ella no conocía hasta entonces). Escucha su voz, siente sus labios
que los besan por última vez. ¿Era la ternura que el Comandante Guevara
recomendaba a los revolucionarios no perder jamás, a pesar de los endurecimientos
que la lucha abierta contra un enemigo atroz imponía? Algo de eso parece
rescatar la autora, en pasajes como el citado, o como ese otro en donde rebate
la afirmación de un militante, que dice que los muertos “no merecen lágrimas
sino combate”. Ante tal postulado la autora retruca: “los muertos tienen derecho
también a que los lloremos. También tú, Simón, tienes derecho a la ternura y a
las lágrimas”. ¿Sería esa ternura que el propio Miguel militó en vida, con
gestos como el de inventar pequeños poemas y componer canciones para las niñas
y niños con los que compartía el día a día incluso en medio de una lucha
abierta?
“Miguel Resiste. En el cuarto de los detenidos no se dijo
palabra alguna… La mano de Amelia tomó la mano de Carolina, y Carolina tomó la
del compañero a su lado… En segundos, todos se tomaban de la mano, trazando un círculo.
Nos tocábamos con una plegaria en el corazón… Miguel Resiste. La DINA tiene
heridos y muertos. Las manos se estrechaban… La Internacional retumba en la
casa de José Domingo Cañas. Un suspiro, un redoble de murmullos se propaga de
oído en oído: Miguel no ha muerto”.
¿Era esa fuerza militante la que hacía que incluso los milicos
respetaran a los miristas? Tal como cuenta la autora, hasta algún Mayor de las
Fuerzas Armadas de tanto en tanto ingresaba en el cuarto de los militantes detenidos
para reconocerlo ante ellos (“no sé qué me sucede con estos cabros del MIR que
no puedo odiarlos”). Si eso sucedía con sus enemigos no hace falta imaginar qué
sucedía entre las filas revolucionarias. “En cuanto me hundía en la
desesperación, en cuanto me faltaban fuerzas, lo veía al Miguel. Miguel me sonreía
y me decía: Amy, mantente en vida, no flaquees”, podemos leer de la transcripción
de la voz de Amelia, una de sus compañeras, citada en otro tramo de este libro.
Escribir, resistir,
existir
Este libro es un trabajo digno de aquello que nos hemos
empecinado en denominar como “escrituras sintomáticas”. En este caso aparece un
procedimiento que se torna fundamental a la hora de resistirse a ser encasillada
bajo la denominación burguesa de “literatura del yo”: un desdoblamiento entre
la primera persona del singular que narra y una tercera persona del singular
que es la personaje-protagonista (con pseudónimo, o “nombre de guerra”, como se
decía en la época) se entremezcla a su vez con una tercera persona del plural
que da cuenta de una experiencia colectiva (la militancia mirista). Es, por lo
tanto –al mismo tiempo– un tipo de escritura
política (la historia de Miguel y de la autora es a su vez la historia de Simón
Enríquez y de Laura Allende, de “La Abuela”, y de tantas y tantos anónimos que,
desde diversos puestos de combate, no se resignaron cuando los sueños de
emancipación condujeron a pesadillas de muerte de quienes tuvieron como oficio
el calvario de las vidas ajenas). Tal vez por eso Castillo escribe en el
epílogo a la edición francesa de 1980: “este no es un libro político, pero
relata una historia política”. Y también: “luchamos contra falsos olvidos”.
Queda claro y por si hay dudas nos lo advierte: “en estas cosas no hay
inocencia”. Es bueno declarar de qué lecturas somos culpables, supo decir
alguna vez Louis Althusser y sus palabras resuenan al leer este libro.
Un día de octubre en
Santiago llegó a Buenos Aires, de parte de la editorial chilena
LOM, hace algunas semanas. Primero lo coloqué en la pilita de “libros por leer”,
pero rápidamente se despertó en mí una secreta curiosidad que me llevó a
hojearlo y ahí sí, una vez que empecé, no pude para hasta terminarlo.
Lo leo en el contexto del “experimento argentino en curso”,
como Cecilia Abdo Ferez denomina a la alianza electoral- gubernamental del
libertarianismo de extrema derecha de Javier Milei y pienso en la importancia
de las referencias del pasado que pueden inspirar nuevos combates (relectura
del pasado en función de combates presentes para reabrir posibilidades de otros
futuros, muy lejos de la melancolía de izquierda que se regodean en los fracasos
para idolatrar todo lo que ya ha sido).
Pienso en aquello que Castillo cuenta en su libro: cómo Enríquez
ofició de bandera, una vez asesinado, que llevó a muchos exiliados a regresar a
su patria para seguir librando las batallas necesarias para que el pueblo
chileno recupera su soberanía conculcada por los dictadores. “Hay mil cosas que
pueden hacerse, aun en las peores circunstancias”, escribe la autora, luego de
haber sido liberada (y expulsada del país) tras la presión internacional que
reclamaba por esa mujer embarazada que permanecía rehén de la dictadura.
Escritura de la demora, entonces, luego de tantas urgencias
(el libro comienza a materializarse en su escritura en 1987, cuando obtiene un
permiso transitorio para retornar a su patria), pero también, escritura de la
conversación (con sus antiguos camaradas) y, por qué no, escritura de la
recomposición subjetiva. Tal como Castillo misma lo atestigua en este libro. “París:
aquí es donde volví a la vida, donde volvía ser mujer, y luego militante, es
cierto que singular, pero así y todo… una militante”.
Su trabajo como documentalista así da cuenta: experiencia
de mutación existencial, que la llevó a recalibrar sus ámbitos de intervención,
pero nunca a confundir las veredas desde donde situar su punto de vista. Escribir
y filmar para resistir, para existir.
Rehacer
el camino
Escribe
Carmen Castillo en Un día de octubre en Santiago:
“Miguel
decía, permaneceremos, es preciso para evitar la desbandada, para organizar el
repliegue, dar forma a los combates de la defensiva e impedir el arraigamiento
estable de la dictadura. Responder al golpe de Estado, a la violencia militar,
a la derrota, levantando trincheras y replegarse combatiendo. Si estamos
vencidos en algún momento, dispersarse ordenadamente, rehacer el camino,
retroceder sin jamás detener la revuelta, resistir siempre. Miguel decía en sus
cartas sobre papel de cigarrillos, la amplitud de la derrota dependerá de cómo
reacciona y se comporta la voluntad de lucha. Si se pliega, flaquea y se torna
pesimista, entonces cederá, se quebrantará y se dejará vencer. Si aguanta,
despliega su iniciativa y su astucia. Si resiste, entonces seguirá entera, viva
y se difundirá. Miguel tenía razón, aún en los peores momentos mantuvimos la
certidumbre de que en Chile había algo más que militares y patrones y nutrimos
una resistencia subterránea, silenciosa. Los clandestinos permitieron que sobreviviera
la lucha que ahora germina”.
Esa lucha
que germinó tiene distintas gradaciones y frecuencias históricas. Podemos
pensar en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez que emergió en los ochenta, en
la tenaz apuesta por sostener las memorias de la resistencias una vez que
Pinochet finalmente abandona la presidencia (aunque manteniéndose como
comandante en Jefe de las fuerzas Armadas y como “Senador vitalicio”) o ya más
cerca en el tiempo, con el grito de “No fueron 30 pesos fueron 30 años” de los
estudiantes que dan puntapié a la revuelta popular que, en 2019, toma las
calles para intentar dar una vuelta de página a toda esa historia que
interrumpe los anhelos de transformación profunda en 1973.
Al fin
y al cabo, son las luchas que florecen las que permiten de algún modo redimir a
quienes pelearon antes, como supo escribir Walter Benjamin, y también a nosotras,
a nosotros, nos envuelva esa ráfaga de viento que envolvía a los de antes. Para
que la política no sea mera gestión de lo existente, sino más bien –y estas son
palabras de la propia Carmen Castillo– para que sea “todo aquello que no se inclina
frente a lo imposible”.