... Y SE PUSO EN EL LUGAR DEL OTRO
Por Mariano Pacheco
De Kosteki y Santillán a Mariano Ferreyra, y ahora a Santiago
Maldonado. La bronca popular ante los crímenes de Estado y también, la
expansión horizontal de microfascismos promovidos verticalmente por los mass
media.
En ese golpe bajo, en la bajez
de esa mofleta, en el disfraz
ambiguo de ese buitre, la zeta de
esas azaleas, encendidas, en esa obscuridad
Hay Cadáveres
Néstor Perlongher, “Cadáveres”
Como Darío Santillán en junio de 2002, tendiendo una mano a
Maximiliano Kosteki herido de muerte; como Mariano Ferreyra en octubre de 2010,
tendiendo una mano solidaria a los trabajadores precarizados del ferrocarri
Roca, también Santiago Maldonado se caracterizó por ejecutar en ese gesto que
trasciende la solidaridad y se transforma en una actualización de lo más humano
que tenemos como seres humanos: la capacidad de sentir en lo más hondo
cualquier injusticia, cometida contra cualquiera en cualquier lugar del mundo,
como supo remarcar el Comandante Nuestroamericano Ernesto Che Guevara hace poco
más de medio siglo atrás. Santiago puso el cuerpo junto a la comunidad mapuche
de Pu Lof, no sólo se solidarizó con ellos: se puso en su lugar. Sintió el
lugar del otro transformado en Otro absoluto por el poder que domina las
instituciones del país, y se expande horizontalmente con sus ideas y valores
por el cuerpo social (el “micro-gatismo”, según supieron decir desde el
colectivo Juguetes perdidos en un reciente posteo de Facebook); ese
microfascismo que tanto hemos visto proliferar en los últimos años, incluso
entre trabajadores y sectores populares, que miran con indiferencia la
situación, o incluso se identifican con sus dominadores, aquellos que nos
explotan y tratan a cada instante de des-humanizarnos.
“Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los
hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto
a otro, entrando en murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma
plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando gargantas
dejaba en éstas un regusto de sollozo”. Como Erdosain, el personaje de Los siete locos de Roberto Arlt, muchos
sentimos el jueves “las primeras náuseas de la pena” al enterarnos aquello que
se sospechaba: que el cuerpo “plantado” en aquél río de Chubut era el de
Santiago Maldonado. Pena porque otra vez sangre joven regaba los ríos de la
patria (esta, nuestra patria, la que no tiene pruritos a la hora de afirmar que
es la de quienes la habitamos y la construimos, y eso incluye Mapuches y tantos
pueblos que precedieron a la Argentina, pero también bolivianos y peruanos,
senegaleses y quien sea que se plante en estas tierras); pena porque otra vez,
“en la provincia donde no se dice la verdad” (como supo señalar Néstor
Perlongher en su poema citado a modo de epígrafe, y al que podríamos agregar,
en “el país en el que no se dice la verdad”), hay cadáveres. Pero también
bronca por otro asesinato perpetrado por el Estado contra un joven de nuestro
pueblo (esta vez un joven trabajador de la economía popular). Bronca y furia
además, por haber tenido que escuchar dichos asquerosos de personajes
repugnantes como Elisa Carrió (que comparó el cadáver de Santiago con el de Walt
Disney); furia por los operadores del periodismo canalla (“el terrorismo
mediático”) que se apresuraron en deslindar responsabilidades del Estado y
poner en el lugar de victimarios a las víctimas que se salieron de ese lugar en
el momento mismo en que decidieron emprender la lucha (la que cultivó la
amistad de Santiago Maldonado); furia por el oportunismo bien-pensante del
progresismo ramplón, que se auto-adjudicó el lugar de representación de la
bronca popular. Y tristeza nuevamente por ver cómo el dispositivo de la
representación electoral (parlamentarismo que subordina la política al Estado y
encuentra en el momento electoral la síntesis entre el pueblo y sus
organizaciones partidarias) nos separa de lo que podemos, de nuestras potencias
plebeyas para cuestionar lo dado. Tristeza conjurada por la bronca que se
transforma en protesta y se ve atravesada por el deseo de resistencia, es
decir, de revolución. Y alegría de sabernos, miles (aunque no tantos miles como
nos gustaría, miles al fin y al cabo), miles de almas dispuestas a salir a las
calles para honrar ese gesto que es ejemplo y reclama ser multiplicado: el de
ponerse en el lugar del otro, el de poner el cuerpo (cuerpo que no es solo
acción sino también pensamiento y sentimiento) para dejar de ser aquello que
hicieron, que están haciendo de nosotros.
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