Llegué,
borracho, a la casa de mi responsable de formación. Era de noche,
hacía frío, había emprendido una larga caminata. Toqué timbre y
ni pensé en que le iba a decir cuando abriera la puerta. Tal vez
no esté y todo sea mejor así, recuerdo que pensé. Pero el
timbre sonó, él atendió y al ver que era yo se puso una campera y
recorrió el largo pasillo para abrirme y hacerme pasar.
Tomamos
unos mates, como siempre, y nos pusimos a charlar.
Cacho
era un militante montonero que había dado sus primeros pasos en la
política de la mano de las acciones de propaganda armada
desarrolladas contra la última dictadura cívico-militar en la zona
sur del conurbano bonaerense. Entonces intentaba reponerse de los
dolores que le provocaba –a él, a los de su generación-- la caída
de los ladrillos del muro de Berlín sobre sus cabezas. Una forma de
conjurar la desolación del neoliberalismo, la angustia que para
tantos peronistas había implicado la aplicación de políticas
anti-populares por parte del gobierno justicialista de Carlos Saúl
Menem, era contribuir a la formación de las nuevas generaciones
militantes.
Era
la primera vez que asistía a la casa de un compañero en estado de
ebriedad. Y una de las primeras que visitaba a Cacho por fuera de los
encuentros de formación. Creo que dije que andaba por ahí y se me
dio por pasar a saludar, o una vil excusa similar. En el camino crucé
alguna de aquellas pintadas realizadas sobre paredones con aerosol
que tenían más que ver con la juventud de Cacho que con la mía.
Recuerdo que esa observación logró quitarme por un instante del
estado taciturno en el que me encontraba. Me llamaba la atención que
pasaran dos décadas y una pared siguiera exactamente igual.
Sentado
sobre una silla, las manos sobre el mate, miré a Cacho y dije algo
que aún no recuerdo. Tenía, en ese momento, 17, acaso 18 años.
Había padecido un duro golpe anímico y el dolor por un amor perdido
era tema difícil para sacar en una conversación ante un responsable
de formación política veinte años mayor. Así que no se bien qué
le dije. Sólo recuerdo que el me preguntó si quería ver una
película. Le dije que sí. Él buscó entre la pila de VHS una, la
sacó de la cajita y la puso en la video-casetera. Encendió la tele
y así, los dos en silencio, compartimos esa jornada que fue para mí
una gran actividad de formación.
Salí
a la noche fría pensativo. Me puse los guantes, el gorro de lana y
la chalina y emprendí la caminata, en plena madrugada, silvando
“Sandokan”, la canción de base de Nos habíamos amado tanto, el
film de Ettore Scola de 1974 (https://www.youtube.com/watch?v=ojPJgIPTR10).
Transitaba
así uno de mis primeros pasos en la educación sentimental.
Es hermoso lo que has escrito. Y esa película de Scola es muy amena pero tiene muchos elementos de formación política. LA letra de "Sandokan" es una belleza, y nos puede expresar tanto a los argentinos en lucha como a cualquier pueblo que lo haga. Un abrazo desde Quilmes.
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